Era martes y 13. Es curioso como una fecha tan absurdamente marcada por la superstición adquirió un significado tan complejo para mi, hace ya diez años, por culpa de las palabras de una compañera de la cual apenas soy capaz de recordar su cara. Todavía conservo en mi memoria, como si las hubiera escuchado esta misma mañana, su voz, sus palabras.
– Hoy va a pasar algo malo.
Sonreí, no lo pude evitar. Sonreí mientras ella nos explicaba a la directora de aquella oficina y a mi los motivos por los que estaba convencida de su predicción; sonreí mientras cuadraba el cajero y sonreí al primer cliente que entró y que me pidió que le actualizará su libreta. Tenía 25 años, y la ridícula sensación de estar por encima de cualquier preocupación. Así que mantuve aquel gesto confiado hasta poco después del desayuno, justo en el preciso instante en que perdí por primera vez el equilibrio y necesité sentarme mientras intentaba comprender por qué razón mi cabeza se había convertido en un torbellino borroso.
Al volver a la oficina, pálido y desencajado, mi compañera me dirigió un gesto de preocupación mientras ahogaba las palabras que se agolpaban en su garganta. Aún así, pude visualizar el «lo dije» que dibujó en sus ojos, inquietos y nerviosos. La memoria es caprichosa, recuerdo que tenía unos ojos claros, tan claros que era difícil definirlos con un color, pero sé que se que me dedicaron una mirada compasiva que parecía intuir lo que estaba por venir.
Martes y 13, decía. Un martes 13 de julio, para ser exactos. Llegué a casa conduciendo sin poder conservar la mirada fija en ningún punto. Me estiré en un sofá y, a partir de aquel momento, los médicos tardaron más de tres meses en decirme por qué razón era incapaz de hacer ningún esfuerzo. Tres meses de pruebas, de corazones más grandes de lo normal, de soplos, arritmias, de resultados incomprensibles en análisis, de miradas de preocupación, tres meses en los que muchos no podían comprender por qué había desaparecido mi vitalidad dejando, en su lugar, un esfuerzo constante por ser capaz de mirar adelante o de llegar paseando al final de la calle.
Al final volví. Es como en las películas, volví y fui capaz de superar aquel momento. Volví en el momento en que los médicos encontraron la clave y me ayudaron a salir de aquel círculo vicioso de pruebas y dudas. Volví (y reconozco que fue un camino muy largo) a pisar una pista de tenis, aunque nunca haya vuelto a ser lo mismo que hasta aquel martes y 13. Volví diferente. Volví reconstruido.
Tal vez aquello fue lo mejor del tiempo que pasé quieto, literalmente. La sensación de parar, escuchar, y comprender que la vida estaba hecha de cada pequeño momento, de cada pequeña experiencia. Aprovechar esas vivencias y sumar descubrimientos. Crear a Adriana para compartir mis largas horas libres, para borrar pensamientos, para ocupar el basto espacio en que se había convertido cada día. Dibujar nuevos caminos y rutas hasta acabar encontrando los pasos que me iban a acabar llevando hacia una meta que, en aquel momento, siquiera fui capaz de imaginar.
Han pasado diez años. Aquel verano que pasé entre médicos y pruebas, aquel verano que marcó mis 25 y que pudo ser (en realidad) en algo mucho peor de lo que fue, también fue el verano que me transformó, que ayudó a comprender que todo cuenta, que me ofreció la oportunidad de abrirme a mil nuevas oportunidades que hasta aquel momento no estaba preparado para descubrir y fue, también, el verano en que acepté que ningún reto es lo suficientemente grande. Fue el verano en que comprendí que debía vivir. Y vivir quiere decir, no quiero que se entienda mal, sentir que lo que hacemos nos llena, que cada segundo tiene un sentido, que tomamos el control de nuestro destino…
¿Alguien creyó que fue una coincidencia que la historia de Adriana girara entorno a esta idea? No existen las coincidencias…
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