Cualquier similitud entre este post y la realidad es, tan sólo, un error de percepción de vuestra mente. Yo aviso. No está inspirado en personajes reales, no está inspirado en hechos reales y nada de lo que acontece en las próximas líneas tiene sentido más allá de mi imaginación… o sí.
Mauricio –llamémosle así en honor a ese personaje tan importante para ti, Adriana– es un hombre curioso. Muy curioso. Se ha pasado media vida preguntando, la otra mitad la ha perdido cuestionándose las respuestas que le han dado a aquellos primeros interrogantes y al final siempre se ha dejado guiar por los impulsos de sus propias emociones. Por esta razón, el bueno de Mauricio apenas es capaz de razonar cualquiera de sus actos.
Lejos, sin embargo, de sentir lástima por sí mismo, Mauricio ha aprendido a capturar todo lo auténtico que le da su forma de vivir la vida. No comprende nada que vaya más allá del instante, fugaz, sí, pero puro y auténtico. No acierta a imaginar el futuro de la misma forma en que no se siente anclado a su pasado porque él, a diferencia de tantos otros, no sabe observar y callar, él siente que debe preguntar. Y así, con cada cuestión que formula, crea un nuevo universo en su mente, y sabe que jamás será capaz de absorberlos todos para darle forma a uno, único, válido, en el que vivir, en el que construir ese futuro que no existe o en el que sustentar la base de un pasado que le resulta difuso.
Quizás lo más sorprendente de todo es que Mauricio, en su -aparentemente infinita- opacidad vital, despierta cada mañana con una profunda sonrisa en su rostro. La misma que le acompaña al dormirse. Es un gesto que se dibuja cada vez que su mirada descubre algo con lo que darle un nuevo impulso a su tendencia cuestionadora. Un descubrimiento que siempre va acompañado del cosquilleo que se dibuja en su estómago y que va formando una extraña mezcla de nerviosismo, excitación y anhelos que nunca sabrá poner en palabras. Su única motivación vital es descubrir, aprender y crecer. Porque ni Mauricio ha dejado de ser un niño ni el resto del mundo ha dejado de verle así, y quizás sea ésta la forma que él utilice para demostrar a todos los que se llaman mayores, a todos esos seres tristes que ya no encuentran motivos para levantarse por la mañana entre semana y que viven su vida a regañadientes, que sí se puede ser feliz. Aunque para eso sea necesario –tal vez, sólo tal vez– vivir siempre con las posibilidades mentales de un niño de diez años.
Y si uno de ellos –de los otros– se despierta triste, se pone su traje triste, e inicia el día con un -también- triste gesto de decepción anclado en su mirada, Mauricio pregunta el por qué. Y cuando le explican que ya no sienten aquella motivación, que ya no saben qué hacen o por qué lo hacen, que buscan un cambio en su vida, él se sienta en el último escalón de aquella vieja casa donde fue criado y, mientras juega con los pelos de su flequillo –un tic nervioso que le acompaña desde que sus padres descubrieron lo especial que era aquel niño– no puede evitar sentirse apesadumbrado por aquel –otro– que ya no comprende lo importante que es cada instante ni, mucho menos aún, lo afortunado que es por poderlo comprender y situarlo dentro de una estructura vital mucho más compleja de lo que él jamás podrá asumir.
Lo que son las cosas, Adriana, ¿dónde quedó aquella motivación? ¿Dónde quedó lo que nos dijeron que podíamos llegar a ser? Busca y lo encontrarás…