La Dolo…

El carácter. La gente utiliza esto del “carácter”para justificar, demasiadas veces, el éxito o el fracaso social, personal o profesional de una persona, ya desde su más tierna infancia. Es una moda, algo así como una especie de corriente que se ha impuesto entre muchos padres -no todos-, incapaces de educar a sus hijos, que se escudan en cientos de excusas pseudopsicológicas que acaban enfocándose en un “él es así”, acompañado de una sonrisa y de la sensación de que están haciendo bien su función paterna. Lo curioso del asunto es que lo socialmente aceptado es que eso es lo correcto, que así los niños desarrollan su propia personalidad para que –supongo– acaben  siendo hombres de provecho. Algo falla en esta ecuación.

Falla, y fallará. Sí, he vuelto a retomar el tema de la educación. Pero hoy no voy a hacer una crítica del sistema, quién quiera saber qué pienso de los padres tan sólo necesitan leer entre líneas, los que quieran preguntar saben que pueden hacerlo, los que sepan qué se puede cambiar que empiecen con ello. Yo, hoy, no lo voy a hacer. Y no lo voy a hacer porque esta entrada en mi blog no va dedicada a los que, cuando cierran las puertas de las escuelas, deberían preocuparse de las personas que crecen a su lado. No. Este post va dedicado a los que, día a día, dan lo mejor de sí mismos para conservar la dignidad de una profesión que, cada vez más, ha caído en el descrédito por culpa de muchos, demasiados, progenitores y otros actores sociales que se creen mejores que los de ayer.

Cómo decía, hoy dedico este espacio en El Enigma de Adriana a los profesores. Y permitidme que sea, muy especialmente, a mis profesores. Algunos de vosotros los reconoceréis, la mayoría no, pero en el fondo, sé que todos podríais añadir unos cuantos en este listado y creo que a todos nos han dejado una marca indeleble… la que nos ha hecho ser quien somos. Yo debo empezar por Ligia, mi gran Maestra en la desaparecida, hace años, Academia Lorido, la que me forjó cómo persona y despertó en mí, las ganas de aprender. Después llegaron Maria José, la primera monja que me dio clases, Carme, que me enseñó que incluso de los malos momentos se pueden sacar cosas positivas, Maite, ecuánime y paciente en extremo, Roser, justa y estricta, y sobretodo Dolors, la Dolo, a la que aprecié durante cada segundo que pasé a su lado, tal vez porque nunca regaló nada, quizás porque su seriedad hizo que, los que aceptamos el reto de estar a ese nivel que nos exigía, pudiéramos ser mejores cada día.

Mis recuerdos vuelan hacia un instituto en el que Manel, Rafa, Gené o Conchita, entre otros, acabaron de dar forma a lo que unos habían moldeado antes, pero si debo agradecer a alguien ser quién soy es a Joan Antón y a Isabel, las dos personas que me dieron el valor para creer en mí, para que deseara escribir, para que leyera lo que nadie se atrevía a leer, para que confiara en quién podía llegar a ser. Más tarde, en la Universidad, mi recuerdo se detiene en Miquel, el entrañable decano, Enric, Katy, a la que sigo admirando a través de la distancia del tiempo, Francesc, Josep, Albert, el gran Ramón… todos ellos me condujeron hacia el futuro a través del respeto mutuo, la disciplina necesaria y la pasión por una profesión que debería esculpir personas.

Pero ya nadie quiere esculpir nada, me temo, y lo cierto es que me duele pensar que la vuelta atrás se antoja, si más no, complicada… ¿no es así, Adriana?

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