Yo fui Sant Jordi. Sé que dicho así parece extraño y sé, también, que algunos de vosotros estáis ya pensando en lo afectada que pueda estar mi imaginación a estas alturas de la película pero, más allá de lo raro de la afirmación, lo cierto es que fui Sant Jordi durante unas pocas horas. Y eso siempre quedará en mi currículum.

También es verdad que, mientras intentaba ser Sant Jordi, me tropecé varias veces con las faldas de mi caballo, mi casco de cartón pintado con espray de color plata me cegaba y no me permitía ver ni a princesas ni a dragones, la espada se me rompió al apoyarla (innecesariamente) en el suelo y, encima, se me olvidó una parte del diálogo en la primera de las 4 representaciones que hicimos. Tenía 10 años, sí, pero me sentí héroe por un día.

Y, hoy que es 23 de abril, quiero reivindicar a ese personaje que me hizo soñar con ser mejor. Hoy, aunque sea un 23 de abril que he pasado muy alejado de mi perfil literario, un 23 de abril en el que apenas he pisado la calle, en el que mi apellido de escritor se ha quedado en los lomos de libros que no salen a la luz, y en el que me he sentido presa de la voz nostálgica de Adriana, levanto la mano para pedirle a Sant Jordi que nos vuelva a librar del dragón.

Ah, el dragón… Que cada cual apunte en su blog de notas quién es “su” dragón particular, y cuál es la princesa que se quiere salvar. Que preparen las mazmorras (perdonad esta mezcla casi profana que me acabo de sacar de la manga) para encerrar a las bestias inmundas que oscurecen nuestra vida para, después, poder seguir avanzando. Y recordad que, aunque sea con un caballo fabricado a base de viejas cajas de detergente, vestido con una armadura de esparto o con una lanza de madera, como arma, el único Sant Jordi que es real, es el que todos llevamos dentro.

Y ese Sant Jordi, ese en concreto, creedme, es más fuerte que mil dragones. Así que, adelante, ¡sed héroes!

Feliç Diada de Sant Jordi!