Tengo una cicatriz en el ojo izquierdo. A mucha gente le pasa, le ha pasado y le pasará desapercibida, pero allí está. En realidad se encuentra a medio camino entre la ceja y el párpado, bien disimulada por las habilidosas manos del cirujano que cosió la herida original. Pero lo importante de esa cicatriz, claro, no es la marca que dejó –que además, no me disgusta en absoluto, todo lo contrario- sino el aprendizaje que heredé de ella. Mi cicatriz en el ojo izquierdo me enseñó que si quería volar debía practicar con más insistencia y -tal vez- usar un colchón para amortiguar las caídas.
Recapitulo. Tienes seis o siete años y eres fantasioso. Ves a un tipo enfundado en unas mallas azules, con unos horribles calzoncillos rojos por fuera de su estupendo traje, flotando por el aire y haciendo girar al mundo del revés y te formulas la gran pregunta, “¿podré volar yo…?”. En aquella ocasión, el suelo, el pupitre contra el que me estampé, y la aguja que cosió semejante entuerto fueron testimonios de mi fracaso, debo asumirlo. Pero no me ha acompañado toda la vida, porque gracias a él entendí que si quería volver a desafiar a la gravedad (y por supuesto, quiero) debía tener un plan solido y efectivo, por si de nuevo fallaba la maldita capa con la “S” dorada bordada.
Así que pasan los años. Creces y te encuentras con personas que te explican todo tipo de fantasmadas sobre lo que puedes y no puedes hacer. A veces te limitan y te dicen quién debes ser y cómo. En otras ocasiones te explican historias sobre la importancia de saltar al vacío, sobre asumir riesgos sin paracaídas, sobre lo molón que es fallar y volver a empezar de nuevo, te empujan una y otra vez al abismo para que te reinventes porque sí, porque lo otro no es cool, y te sonríen cuando te das cuenta que saben mejor que tú que vuelves a estar en el filo. Y, por mucho que te acabes salvando, ese filo de la navaja sigue esperando que algún día caigas del otro lado porque, a estas alturas, la “S” dorada está deshilachada y -sí- la capa empieza a tener ya algún jirón. Sin embargo, vuelves a empezar de cero, te anudas ese raído trozo de tela rojo al cuello, pones los brazos en jarra y dibujas un gesto confiado en tu rostro. Porque lo aprendido me dice que volar no sé si volaré, pero resistir sí sé. Y no me canso.
Y es que, como iba diciendo, yo tengo un plan. Vale, no puedes lanzarte con los brazos extendidos pensando que aquel gesto te va a llevar sin esfuerzo al siguiente gran objetivo. No. No vuelas sin más. Ni flotas sin esfuerzo alguno. Siquiera planeas y ya está. En realidad remas constantemente. Y ahí está el plan, en seguir remando aunque se vista de una forma (sí) moderna y molona, aunque le pongas todo el márqueting del mundo. En realidad se trata de un envoltorio atractivo para un producto que no tiene ningún secreto, sólo es el resultado de saber elegir bien quién te rodea y esperar a que el filo se aplane para ir un poco más ligero.
Y yo soy así, Adriana, entre muchas otras razones, porque de pequeño salté y me pegué un trastazo monumental que hizo temblar el suelo de mi clase de EGB. Y cuando me levanté, cuando me di cuenta de que lo veía todo de color rojo, comprendí que dolía más no haber logrado mi objetivo que la propia herida. En eso estoy, ahora, luchando para que ninguna meta quede sin ser cruzada. Y si es necesario encontraré las manos de un buen cirujano dispuesto a coser y cerrar.