El escritor que fui, que no soy y que seré

Cuando me levanté, miré a los asistentes, me aclaré (silenciosamente) la voz y tomé aire, supe que aquellas palabras que iba a pronunciar, de alguna forma, me acompañarían toda la vida. “Ya soy escritor”, me escuché a mí mismo pensar. “Escritor”, ¿pero, por qué? Uno no es en función de lo que hace o deja de hacer, ni de lo que desea u odia. Uno no es sólo porque alguien le etiquete de una forma u otra, o porque en una contraportada aparezca una (mala) foto encabezando una biografía a todas luces insuficiente. No, no lo era entonces por más que aquel libro lo dijera y aunque yo mismo lo explicara ante un auditorio explícitamente subjetivo, ni lo dejo de ser ahora cuando ya no hay cubierta alguna que luzca mi nombre en mayúsculas.

Escribir fue una forma de evasión, un silencio que se iluminaba en mi imaginación mientras aquel –maldito- blanco se iba manchando en negro. Escribir fue terapia y, al mismo tiempo, una lenta forma de descubrimiento, como si en cada una de las palabras que mi mente creaba se fueran impregnando una parte de mis miedos, mis pensamientos, mis ambiciones, mis frustraciones, mis ilusiones, mis victorias y mis derrotas. Y escribía sin cesar, prácticamente como si una rutina totalmente obsesiva se hubiera colado detrás de aquella mente que seguía dibujando historias necesitadas de ser explicadas. Hasta que lo dejé.

Dejarlo no fue una decisión premeditada. Fue algo que surgió de la misma forma en que llegó. De repente mi propia imaginación decidió regalarse unas vacaciones y centrarse en descubrir este lado de la realidad. Buscar, aprender, comprender, compartir, descubrir, recrear y avanzar, siempre avanzar. El mundo del negro y el blanco adoptó otros colores, otros matices que hasta entonces me habían resultado esquivos y que no podía ni quería plasmar de ninguna forma o en ningún lugar; eran míos. Había aprendido el valor del silencio convertido en páginas sin evidencia alguna de las historias que estaban destinadas a contener. El silencio, nunca creí que sabría convivir tan bien con el blanco impoluto.

Llegará un día en el que me vuelva a levantar. Miraré a los asistentes y con la voz firme y contundente explicaré que he vuelto. No sé si con mi nombre en la contraportada, o con un sello en una tapa, no puedo jurar que sea como protagonista o acompañando al autor, tal vez pueda ser un poco las dos cosas, quizás al mismo tiempo, con un poco de suerte en lugares diferentes. No lo sé. Y eso me encanta. Adoro saber que todavía quedan muchas páginas por escribir y que ninguna de ellas tendrá nada que ver con las que publiqué en su día. Me encanta tener la oportunidad de empezar de nuevo, de volver a construir historias, de escribir por el mero placer de hacerlo, de compartir mi imaginación, de hacerlo acompañado, de ser más que nunca el esclavo (bendita esclavitud, en este caso) de mis palabras impresas.

Volveré. Y tú estarás ahí para verlo. Lo sé.

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